jueves, 12 de diciembre de 2019

El "varón de Plutarco" en tiempos de impericias e incapacidades políticas

por Rodolfo Colalongo y Santiago Mariani

Durante los años que vivió en el exilio, entre 1955 y 1973, el político argentino Juan D. Perón mantuvo un permanente y fluido contacto con sus seguidores. En uno de los mensajes de esa larga conversación a distancia se refirió al arte mayor de los asuntos humanos: la conducción política.
Según Perón “(…) la conducción política tiene un sinnúmero de características originales que llevan a comprenderla. La política no se aprende, se comprende y solamente comprendiéndola es posible realizarla racionalmente”. La sentencia venía acompañada de una advertencia: “(…) hay hombres que toda su vida han hecho la política, pero nunca la han comprendido y otros que sin haberla hecho la han comprendido”.
El tema señalado por Perón ya había ocupado, unos siglos antes, buena parte de la reflexión de griegos y romanos en el mundo clásico. En esos años de apogeo de las formas de gobierno con ciudades-estado en Grecia o la república en Roma, pensadores de la talla de Plutarco intentaron construir tipologías de hombres con pericia y capacidad para la política. La expresión “varón de Plutarco”, acuñada por los lectores de su influyente obra Vidas Paralelas, ha sido adoptada para distinguir a políticos con virtudes superiores, algo poco frecuente en la política.
La apretada síntesis sobre este crucial asunto podría ser de utilidad para explicar el estado de la política en algunos países de la región. El denominador parecería ser la escasa virtud y poca pericia para gobernar nuestras sociedades. La acumulación de decisiones políticas en las que abunda, siguiendo lo que propone la Real Academia de la Lengua Española, una escasa “sabiduría, práctica, experiencia y habilidad en una ciencia o arte” terminan decantando en formas de incapacidad política, entendida como la carencia de aptitud política para ejecutar válidamente un cargo público.
¿Cómo explicar este rasgo político que emerge en varios de nuestros países?
Como hipótesis se podría plantear que algunas de nuestras democracias vienen siendo gobernadas por políticos que encarnan una representación que propone como eje ordenador de la sociedad la negación de la política. Esto supone dejar pasar y dejar hacer, eliminando trabas, regulaciones o medidas redistributivas que podrían dificultar o impedir el proceso de acumulación de riqueza que genera el sector privado. Los gobernantes oficiarían de custodios de ese esquema que busca subordinar la política a la economía, para que la prosperidad que se logra sacando a la política del medio, según proponen, derrame hacia todos los sectores de la sociedad. Esa concepción, negadora de la política como árbitro principal, ha logrado sobrevivir y calar hondo en las últimas décadas a pesar de los paréntesis en los que se ha logrado avanzar en sentido contrario.
Una revisión a vuelo de pájaro de algunos de los casos más manifiestos de mandatarios que navegan entre la acumulación de decisiones teñidas de impericia con la consecuente acumulación que decanta en incapacidad política podría ayudarnos a ilustrar mejor el punto.
Chile es un caso notable, aunque no el más agudo. Sebastián Piñera sucumbió al reflejo de mantener a palazos y garrotazos el modelo regresivo que la ciudadanía, o los “alienígenas” según señalara la primera dama, decidió impugnar a través de la movilización en las calles. La impericia que mostró al denunciar que había un “estado de guerra” y ordenar la intervención directa de los militares contra civiles desarmados desnudó su falta de tacto y sensibilidad para leer las consecuencias de una dinámica estructurada para concentrar el ingreso, mantener privilegios y negar a la ciudadanía bienes públicos de calidad.
La fiesta de la bonanza en la que se encontraba Chile, según la visión de Piñera y muchos otros entusiastas voceros del “modelo” lo llevaría tarde o temprano al deseado desarrollo como resultado de una dinámica que de manera “eficiente” estaría generando una economía para todos. Solo era cuestión de tiempo para que la riqueza comenzara a derramar sus frutos hacia las mayorías. El dilema de las demandas postergadas y tensiones acumuladas en estos años no necesitaba, bajo esta óptica, una resolución desde la lógica de la política; esto es, un crecimiento económico que se lograra a partir y como resultado de la introducción de mecanismos de equilibrio y mayor cohesión social. La sucesión de impericias que caracterizó a Piñera en su gobierno estalló en una incapacidad política que ha dejado a Chile en estado de zozobra.
En Colombia, a pesar de los acontecimientos en Chile y la evidencia que demanda una respuesta política distinta, Iván Duque respondió con el mismo reflejo. Se rodeó de militares para señalar en un discurso que su país no admitiría protestas como en Chile. Abrió, de esa forma, el paraguas antes del diluvio, generando mayor tensión y contribuyendo a acelerar, con su impericia, el conflicto social. Como corolario estallaron protestas en forma de paro y Duque, si bien abrió la posibilidad de construir un diálogo con los sectores que están reclamando mejoras, ha negado sistemáticamente sus demandas.
La nota de color en este caso es el informe que la Misión internacional de Sabios, conformada por 46 expertos, le entregó al presidente. En el informe le dicen, para resumirlo en una frase ilustrativa, que ese animal que ladra, que tiene cuatro patas y cola es un perro. Se necesitaron casi 50 expertos, 300 páginas y un año de trabajo para elaborar un informe que le recomendó para su país políticas que prioricen la formación de los niños desde su nacimiento hasta los cinco años, la educación de jóvenes para que contribuyan al desarrollo económico, social y cultural de su entorno, el aumento de partidas presupuestarias para la investigación, una educación para el cambio climático, el cuidado de la salud, la protección del rol de los maestros y la promoción de la creatividad. La acumulación de falta de pericia lo acerca aceleradamente, al igual que su par chileno, a la incapacidad política de su gestión y la zozobra para Colombia.
El caso de Argentina, con Mauricio Macri de salida, parece ser el más notable en acumulación de falta de pericia, que deriva en incapacidad política. Macri, bajo su propuesta resumida en el eslogan “Cambiemos”, había prometido para su gestión “pobreza cero”, pidiendo que se le juzgara por los resultados que lograría en esta materia.
Sin embargo, el nivel de pobreza que le deja a su sucesor está en un 40 %, algo más de 10 puntos porcentuales de lo que recibió en 2015; la inflación anual supera el 50 %, más del doble del nivel de inflación que heredó al asumir la presidencia; y, en cuatro años de gobierno, la deuda externa logró triplicarse y escalar a más del 80 % del PIB, con compromisos de vencimientos para el año 2020, que resultan impagables para una economía como la argentina.
La incapacidad política desplegada por Macri es denegada con un mensaje de despedida triunfalista, a pesar de la negatoria en las urnas a su pretendida reelección. Un caso así, de insolvencia política autoinfligida y denegada, requeriría la intervención de la psicología para su comprensión y corrección.
Bolsonaro viene avanzando rápidamente y todos los pronósticos parecieran asegurar que finalizará como el ganador en esta maratón regional de incapaces políticos. Su añoranza de las “bondades” de la dictadura que gobernó su país entre 1964 y 1985 está acompañada de una creencia sobre la existencia y vigencia del comunismo. Anclado en la Guerra Fría y convencido, en sus alucinaciones, de que el Muro de Berlín todavía sigue en pie propone combatir sin tregua a ese “comunismo” que entiende a la política como el mecanismo para lograr una sociedad más equitativa, inclusiva y justa. Para ello, está impulsando un nuevo partido político que ha sido creado con casquillos de armas como resumen de lo que demanda y precisa su cruzada moral.
En la vereda de enfrente, el presidente Maduro también pasó de la impericia a la incapacidad política, pero por otras razones que están regadas por un mar de petróleo que obtura las posibilidades de Venezuela desde hace varias décadas. La subordinación, de manera autoritaria, de todas las esferas de la sociedad al proyecto político del chavismo, siguiendo los consejos que le daba el pajarito, generó la mayor emigración venezolana en la historia de ese país y una destrucción del sector privado, retrasando el reloj de la historia a la época del totalitarismo.
La sucesión de actos de impericia que se acumulan para derivar en impotencia política no pareciera abrigar vientos de cambio para nuestra región. En el club regional de los incapaces políticos, que hemos sabido conseguir, el mal que nos agobia pareciera ser la consecuencia de una concepción política que niega a la política, con representantes al servicio de minorías que buscan subordinar la construcción de mayores niveles de cohesión y un sentido de comunidad a los dictados de la acumulación de capital y de una inserción de nuestras economías en el comercio internacional como meros proveedores de materias primas.
Ese “varón de Plutarco” parece esquivo en nuestros países y, como muestra la historia, se trata de una excepcionalidad, una rara avis entre los políticos. Seguir esperando o apostando a que llegue para salvarnos de la incapacidad para gobernarnos no pareciera ser el mejor camino por seguir. Quizá tengamos que barajar y dar de nuevo para lograr, a través de demandas más permanentes y efectivas, que quienes son elegidos para la conducción y la toma de decisiones por todos nosotros hagan un mayor esfuerzo por comprender la política.
Fuente: http://lanotaeconomica.com.co/opinion/columnas/el-varon-de-plutarco-en-tiempos-de-impericias-e-incapacidades-politicas.html

lunes, 1 de abril de 2019

El liderazgo político en tiempos de desafección ciudadana

Por Santiago Mariani
La expresión “crisis de representación política” para señalar el principal desafío que nuestras democracias enfrentan se ha convertido en algo recurrente. La reiteración del término responde a los numerosos estudios de opinión y encuestas que desde hace tiempo registran una ruptura del vínculo de confianza entre ciudadanos y aquellos que reciben un mandato para representarlos. Los datos muestran que esta tendencia a operar con niveles decrecientes de legitimidad es un fenómeno generalizado y destinado a perdurar.
Ese monstruo que carcome la dinámica de los sistemas políticos, tanto en democracias precarias como algunas de las más consolidadas, ha motivado incontables artículos y movilizado algunos esfuerzos encomiables para mitigar sus efectos. Aunque mucha agua ha corrido bajo el puente, su persistencia se confirma y no se avizoran cambios por el momento, o por lo menos las alternativas que están surgiendo parecieran inclinar la balanza de manera negativa.
La desafección ciudadana que caracteriza a este entripado puede constatarse en la orfandad del espacio que conforma el centro. Las propuestas centristas y moderadas pierden brillo como opciones políticas para abordar y solucionar los problemas que agobian a nuestras sociedades. Mientras las fuerzas centrípetas que tradicionalmente encarrilaban la política hacia ese lugar del espectro van perdiendo credibilidad y no encuentran interlocutores atractivos que entusiasmen a las mayorías, las fuerzas centrífugas que se ubican en los extremos pasan a la ofensiva con capacidad de movilizar voluntades y entronar liderazgos que ofrecen recetas de corte autoritario. 
Esas propuestas provenientes de los sectores más reaccionarios carecían hasta hace poco de posibilidad real de éxito electoral, pero se están convirtiendo en atractivos faros que encandilan a la política a costa de una polarización que crece por doquier. La receta que intentan vendernos para recuperar el paraíso perdido reside en una firme defensa contra los demonios que nos acechan. El extravagante menú apunta a desfinanciar prestaciones básicas, cancelar programas sociales, cerrar fronteras, negar derechos elementales e incluso premiar a los ciudadanos que matan un delincuente, como acaba de sugerir el líder de la agrupación VOX de España.
El desaguisado en el que estamos metidos es una madeja muy compleja de desenredar. Los atajos y remedios simplistas en boga no parecieran ser las soluciones de fondo que nos sacarán del pantano, pero el contexto de enojo, cuestionamiento y desesperación que aqueja a gran parte de la ciudadanía convierten en apetitosas las propuestas reaccionarias que están logrando cuajar como posibilidad política en distintos lugares.
El origen de esta situación debemos rastrearlo en los efectos perniciosos de políticas regresivas que conviven con nosotros desde hace varias décadas. Luego de las crisis económicas que sacudieron al mundo en los años setenta, la prédica de ciertos sectores académicos que postulaban la aplicación de medidas favorables a la acumulación de capital en manos de actores privados para generar una dinámica económica más eficiente, un planteo minoritario y radical, encontró adeptos y apoyo en ese contexto particular.
El credo postulaba que una mejor asignación de recursos e inversión tendría lugar si se permitía la acumulación de capital en el sector privado en vez de seguir canalizando la renta pública a través del estado. Se debía procurar esa acumulación para que pudiera producirse un derrame que recuperara la prosperidad perdida. Si bien es cierto que había sectores ineficientes que debían salir de la órbita de los estados, la nueva ola descalificó su rol en la dinámica económica y social.
Las consecuencias no tardaron en llegar. Los procesos de liberalización y desregulación que se articularon para que esa acumulación de capital tuviera lugar produjo, con el tiempo, la concentración más brutal del ingreso que hemos vivido en toda la historia de la humanidad. El carácter regresivo de esta dinámica desfinanció y debilitó la capacidad de los estados para poder introducir equilibrios, distribuir la renta, cohesionar las sociedades y mantener un piso de igualdad de oportunidades.
La implementación del credo precisó de la aquiescencia de gran parte de la clase política que en algunos casos compró el argumento, pero en otros actuó en directa complicidad. Los medios de comunicación también jugaron un papel determinante. La resultante fue la concentración de un inmenso poder de influencia sobre la política y los medios de comunicación. La política terminó acorralada y vio reducido su margen de maniobra para implementar alternativas correctoras y en los medios de comunicación se amplificaron las supuestas bondades de las políticas en cuestión, quedando pocos espacios críticos. El círculo vicioso que se supo construir con semejante desbalance de poder produjo un sabor muy amargo para las mayorías que debieron asumir las consecuencias. 
En América del Sur, donde se aplicaron con mayor fuerza estas políticas, hubo una reacción ciudadana a finales de los años noventa que apoyó un liderazgo revisionista. Una vez en el gobierno pusieron en marcha algunas medidas destinadas a amortiguar la devastación que habían dejado los procesos de ajuste estructural. Las políticas lograron reducir en parte la pobreza, aunque de manera coyuntural, pero no hubo mejoras sustanciales en la prestación de  bienes públicos o mejoras en la calidad de vida a pesar de los cambios introducidos. El formato de alta concentración de los ciclos de acumulación permaneció intacto mientras el enorme poder de influencia penetró también en algunos de esos liderazgos críticos a través de redes de corrupción al más alto nivel.
El descrédito y la desconfianza, al fracasar los proyectos revisionistas, profundizaron todavía más la brecha entre ciudadanos y políticos.  La situación generó un marco para que algunos profetas pudieran conectar con ciertos sectores a través de propuestas simplistas y reaccionarias. La emergencia de personajes como Jair Bolsonaro fue el efecto retardado de una marea que había comenzado en democracias más consolidadas.
Donald Trump en Estados Unidos ha sido el adalid del impulso a medidas duras, pero encontró frenos y contrapesos institucionales que evitaron, hasta el momento, que la mayoría de sus intentonas se concretaran. El país, sin embargo, se mantiene fracturado y en una tensión exasperante que imposibilita un consenso mínimo sobre temas cruciales como el desafío de la hiperconcentración de la riqueza, la relocalización de empresas y el cambio tecnológico, fenómenos que están afectado gravemente a la economía y sociedad estadounidense.
En este desafinado concierto sorprende el caso de gobernantes que logran mantener un alto nivel de aprobación en su gestión de gobierno. Uno de esos casos es el de Marcelo Rebelo de Sousa, presidente de Portugal, quien está ejerciendo un liderazgo que posibilita ilusionarnos con un camino alternativo de salida al intríngulis que nos agobia.
En diversas crónicas se describe la cercanía permanente que ejerce con sus compatriotas, conectando con cada uno de ellos de manera afectuosa, transmitiendo sinceras palabras de consuelo y esperanza. Ese despliegue de humanismo en contacto directo con la ciudadanía es algo que Rebelo de Sousa cultiva para intentar recomponer el vínculo que se ha roto. Aunque necesarios los gestos para recrear la esperanza y torcer el rumbo, serían insuficientes de no estar acompañados de decisiones concretas.
El contacto con la base es lo que sirve de apoyo y sustento para llevar adelante posteriormente políticas que serán resistidas por inmensas fuerzas. Desde abajo hacia arriba, como propone este político portugués, se pueden entonces apalancar algunos de los cambios que terminan por respaldar la credibilidad que pone en juego en el terreno y que mejoran sustancialmente la calidad de vida de los ciudadanos.
Las políticas que empuja Rebelo de Sousa no solo van a contramarcha del credo del derrame, sino que también permiten reducir los niveles de déficit y asegurar la estabilidad macroeconómica. En el corazón de las medidas está una mayor carga fiscal sobre los sectores que más ingresos generan de modo de poder financiar políticas universales de educación y salud. Es una política que buscar recuperar el sentido ético perdido en la búsqueda sin equilibrios de la eficiencia económica.  
El caso de Portugal, con un ejercicio de liderazgo político ejemplar, demuestra que el capital no huye cuando se graba a los sectores de mayores ingresos y que por el contrario el vínculo con la política se reafirma en la posibilidad de una común unión en la que además del ejercicio de libertad, la fraternidad hace posible una mayor igualdad de oportunidades.

Jacinda Ardern, "el sueño sigue vivo"

por Santiago Mariani

El 15 de marzo de 2019 se desató en Nueva Zelanda, un país reconocido por su apertura a la diversidad y hospitalidad con los inmigrantes, la peor tragedia de su historia como nación. En esa jornada un supremacista blanco descargó su odio en la mezquita de Al Noor, en la localidad de Christchurch, contra los feligreses que, con motivo del día del rezo de los musulmanes, se encontraban allí celebrando pacíficamente su culto religioso. La masacre con las armas semiautomáticas que utilizó el atacante comenzó en Al Noor y prosiguió en la mezquita en Linwood. Hubo 49 víctimas fatales y 48 heridos de distinta gravedad como consecuencia de los actos terroristas. 

El responsable de esta indiscriminada masacre, planeada y premeditada durante dos años según informó la policía de nueva Zelanda, plasmó las razones de su delirante proceder en un manifiesto de 72 páginas en el que apunta contra el supuesto peligro que entraña para los blancos la “invasión” de inmigrantes seguidores del islamismo.

La tragedia conmovió los cimientos de la sociedad de Nueva Zelanda. La primera ministra Jacinda Ardern se dirigió a sus compatriotas desde el Parlamento con un discurso sereno, empático, pero firme.  En su alocución señaló que el principal sospechoso de la barbarie, un hombre blanco de 28 años enfrentaría “toda la fuerza de la ley de Nueva Zelanda” y que los familiares de los caídos encontrarían justicia. En otro emotivo pasaje remarcó su negativa a pronunciar el nombre del atacante: “El puede haber buscado notoriedad, pero en Nueva Zelanda no le daremos nada. Ni siquiera su nombre”.  La original propuesta estuvo acompañada de un pedido al resto de sus compatriotas de nombrar y recordar solamente a los que perdieron la vida.

Después de su discurso, la jefa del gobierno se abocó a llevar consuelo a los familiares de las víctimas. En las imágenes que se difundieron se la puede ver abrazando a los deudos, con ojos llorosos y susurrando palabras de alivio mientras lleva el yihab en su cabeza como señal de respeto. Su mensaje de consuelo estuvo acompañado de declaraciones públicas en las que enfatizó que la comunidad inmigrante atacada formaba parte de su país, “ellos son nosotros”. Además de las diversas muestras de compasión que realizó en persona, visitó a líderes musulmanes a los que aseguró, según trascendió, que su principal tarea consistiría en “garantizar su seguridad, su libertad de culto y su libertad para expresar su cultura y religión”.

La concordia ensayada por Ardern a través de declaraciones y gestos apaciguadores marcaron el tono de la respuesta de su gobierno ante la barbarie. El ejemplo contagió e inspiró a sus compatriotas que respondieron con gestos similares hacia la comunidad musulmana. La actitud de su líder, en momentos de zozobra y desesperación, parece haber sido crucial para que los ciudadanos desplegaran sus mejores valores a través de muestras de compasión, respeto y consideración con sus semejantes.

Pasaron solo unos pocos días de la tragedia para que una decidida primera ministra anunciara medidas concretas destinadas a evitar que las armas semiautomáticas y automáticas, así como los accesorios que las convierten en esa condición, puedan caer nuevamente en manos de cualquiera. Su actitud marcó una diferencia con los líderes de otras sociedades países que vienen siendo jaqueados, desde hace años, por ataques con armas de guerra y que a pesar de este flagelo los intereses particulares logran frenar cualquier intento de regulación. En Nueva Zelanda la primera ministra ha decidido rápidamente priorizar los intereses generales de su comunidad para evitar o minimizar la posibilidad de un nuevo ataque.

La implementación de la prohibición anunciada rondaría entre los 100 a 200 millones de dólares, un costo que están dispuestos a asumir en este país para lograr mayor seguridad. La medida impulsada por la primera ministra, que entraría en vigor en el mes de abril, implica afrontar varios desafíos para su éxito como recuperar el armamento de grueso calibre que se encuentra en manos de los ciudadanos de Nueva Zelanda, que superarían el millón de unidades, o impedir una compra frenética de nuevas armas antes que comience a regir.

Además de las medidas impulsadas, Ardern también se pronunció sin tapujos sobre la necesidad de mayor control y la responsabilidad que deben asumir las empresas que gestionan las redes sociales. La premisa de la primera ministra sobre la regulación del uso de las redes representa una clara toma de posición frente a los que defienden una irrestricta libertad de expresión. Hay creciente evidencia de uso propagandístico de las redes sociales con fines de odio, violencia y fanatismo. La capacidad de alcanzar audiencias de fanáticos en muchos lugares podría explicar de alguna manera la relación de cierta causalidad entre un uso malicioso de las redes sociales con el avance de opciones políticas reaccionarias basadas en plataformas que propugnan el rechazo a la inmigración, el nacionalismo xenófobo y la negación hacia la diversidad.

El mensaje conciliador, integrador y de respeto hacia la diversidad esgrimido por Jacinda Ardern como respuesta a la brutal masacre en su país, ha despertado admiración y esperanza en diversas latitudes. Su valiente prédica y las medidas impulsadas van a contracorriente de una marea política que jaquea desde los extremos con propuestas regresivas que promueven una agenda divisoria, de exclusión y promoción de intereses particulares en contra de los intereses generales.

El ejercicio de liderazgo que está desplegando, a tono con sus creencias, es un faro que vuelve a poner luz sobre la empatía, el cuidado y respeto hacia la diversidad, un valor que nos distingue como seres humanos, pero que viene perdiendo brillo ante propuestas reaccionarias que encarnan jefes de gobiernos autoritarios que encandilan a seguidores en varios países con sus propuestas retrógradas.

Los vientos que soplan generan un contexto en el cual resulta más cómodo acoplarse a la tendencia política que propone respuestas simples y efectistas a problemas complejos. La alternativa que nos propone esta joven política de Nueva Zelanda la coloca, por el contrario, en un lugar de cierta incomodidad porque supone movilizar a la ciudadanía a enfrentar estos desafíos de otra manera, sin complacencia ni atajos, asumiendo lo mejor de la condición humana y todo aquello que nos hace civilizados. La forma de ejercer liderazgo de la primera ministra de Nueva Zelanda nos recuerda, parafraseando al senador Ted Kennedy, que “el sueño sigue vivo”.