Por Santiago Mariani
La expresión “crisis de representación política” para señalar el principal desafío que nuestras democracias enfrentan se ha convertido en algo recurrente. La reiteración del término responde a los numerosos estudios de opinión y encuestas que desde hace tiempo registran una ruptura del vínculo de confianza entre ciudadanos y aquellos que reciben un mandato para representarlos. Los datos muestran que esta tendencia a operar con niveles decrecientes de legitimidad es un fenómeno generalizado y destinado a perdurar.
Ese monstruo que carcome la dinámica de los sistemas políticos, tanto en democracias precarias como algunas de las más consolidadas, ha motivado incontables artículos y movilizado algunos esfuerzos encomiables para mitigar sus efectos. Aunque mucha agua ha corrido bajo el puente, su persistencia se confirma y no se avizoran cambios por el momento, o por lo menos las alternativas que están surgiendo parecieran inclinar la balanza de manera negativa.
La desafección ciudadana que caracteriza a este entripado puede constatarse en la orfandad del espacio que conforma el centro. Las propuestas centristas y moderadas pierden brillo como opciones políticas para abordar y solucionar los problemas que agobian a nuestras sociedades. Mientras las fuerzas centrípetas que tradicionalmente encarrilaban la política hacia ese lugar del espectro van perdiendo credibilidad y no encuentran interlocutores atractivos que entusiasmen a las mayorías, las fuerzas centrífugas que se ubican en los extremos pasan a la ofensiva con capacidad de movilizar voluntades y entronar liderazgos que ofrecen recetas de corte autoritario.
Esas propuestas provenientes de los sectores más reaccionarios carecían hasta hace poco de posibilidad real de éxito electoral, pero se están convirtiendo en atractivos faros que encandilan a la política a costa de una polarización que crece por doquier. La receta que intentan vendernos para recuperar el paraíso perdido reside en una firme defensa contra los demonios que nos acechan. El extravagante menú apunta a desfinanciar prestaciones básicas, cancelar programas sociales, cerrar fronteras, negar derechos elementales e incluso premiar a los ciudadanos que matan un delincuente, como acaba de sugerir el líder de la agrupación VOX de España.
El desaguisado en el que estamos metidos es una madeja muy compleja de desenredar. Los atajos y remedios simplistas en boga no parecieran ser las soluciones de fondo que nos sacarán del pantano, pero el contexto de enojo, cuestionamiento y desesperación que aqueja a gran parte de la ciudadanía convierten en apetitosas las propuestas reaccionarias que están logrando cuajar como posibilidad política en distintos lugares.
El origen de esta situación debemos rastrearlo en los efectos perniciosos de políticas regresivas que conviven con nosotros desde hace varias décadas. Luego de las crisis económicas que sacudieron al mundo en los años setenta, la prédica de ciertos sectores académicos que postulaban la aplicación de medidas favorables a la acumulación de capital en manos de actores privados para generar una dinámica económica más eficiente, un planteo minoritario y radical, encontró adeptos y apoyo en ese contexto particular.
El credo postulaba que una mejor asignación de recursos e inversión tendría lugar si se permitía la acumulación de capital en el sector privado en vez de seguir canalizando la renta pública a través del estado. Se debía procurar esa acumulación para que pudiera producirse un derrame que recuperara la prosperidad perdida. Si bien es cierto que había sectores ineficientes que debían salir de la órbita de los estados, la nueva ola descalificó su rol en la dinámica económica y social.
Las consecuencias no tardaron en llegar. Los procesos de liberalización y desregulación que se articularon para que esa acumulación de capital tuviera lugar produjo, con el tiempo, la concentración más brutal del ingreso que hemos vivido en toda la historia de la humanidad. El carácter regresivo de esta dinámica desfinanció y debilitó la capacidad de los estados para poder introducir equilibrios, distribuir la renta, cohesionar las sociedades y mantener un piso de igualdad de oportunidades.
La implementación del credo precisó de la aquiescencia de gran parte de la clase política que en algunos casos compró el argumento, pero en otros actuó en directa complicidad. Los medios de comunicación también jugaron un papel determinante. La resultante fue la concentración de un inmenso poder de influencia sobre la política y los medios de comunicación. La política terminó acorralada y vio reducido su margen de maniobra para implementar alternativas correctoras y en los medios de comunicación se amplificaron las supuestas bondades de las políticas en cuestión, quedando pocos espacios críticos. El círculo vicioso que se supo construir con semejante desbalance de poder produjo un sabor muy amargo para las mayorías que debieron asumir las consecuencias.
En América del Sur, donde se aplicaron con mayor fuerza estas políticas, hubo una reacción ciudadana a finales de los años noventa que apoyó un liderazgo revisionista. Una vez en el gobierno pusieron en marcha algunas medidas destinadas a amortiguar la devastación que habían dejado los procesos de ajuste estructural. Las políticas lograron reducir en parte la pobreza, aunque de manera coyuntural, pero no hubo mejoras sustanciales en la prestación de bienes públicos o mejoras en la calidad de vida a pesar de los cambios introducidos. El formato de alta concentración de los ciclos de acumulación permaneció intacto mientras el enorme poder de influencia penetró también en algunos de esos liderazgos críticos a través de redes de corrupción al más alto nivel.
El descrédito y la desconfianza, al fracasar los proyectos revisionistas, profundizaron todavía más la brecha entre ciudadanos y políticos. La situación generó un marco para que algunos profetas pudieran conectar con ciertos sectores a través de propuestas simplistas y reaccionarias. La emergencia de personajes como Jair Bolsonaro fue el efecto retardado de una marea que había comenzado en democracias más consolidadas.
Donald Trump en Estados Unidos ha sido el adalid del impulso a medidas duras, pero encontró frenos y contrapesos institucionales que evitaron, hasta el momento, que la mayoría de sus intentonas se concretaran. El país, sin embargo, se mantiene fracturado y en una tensión exasperante que imposibilita un consenso mínimo sobre temas cruciales como el desafío de la hiperconcentración de la riqueza, la relocalización de empresas y el cambio tecnológico, fenómenos que están afectado gravemente a la economía y sociedad estadounidense.
En este desafinado concierto sorprende el caso de gobernantes que logran mantener un alto nivel de aprobación en su gestión de gobierno. Uno de esos casos es el de Marcelo Rebelo de Sousa, presidente de Portugal, quien está ejerciendo un liderazgo que posibilita ilusionarnos con un camino alternativo de salida al intríngulis que nos agobia.
En diversas crónicas se describe la cercanía permanente que ejerce con sus compatriotas, conectando con cada uno de ellos de manera afectuosa, transmitiendo sinceras palabras de consuelo y esperanza. Ese despliegue de humanismo en contacto directo con la ciudadanía es algo que Rebelo de Sousa cultiva para intentar recomponer el vínculo que se ha roto. Aunque necesarios los gestos para recrear la esperanza y torcer el rumbo, serían insuficientes de no estar acompañados de decisiones concretas.
El contacto con la base es lo que sirve de apoyo y sustento para llevar adelante posteriormente políticas que serán resistidas por inmensas fuerzas. Desde abajo hacia arriba, como propone este político portugués, se pueden entonces apalancar algunos de los cambios que terminan por respaldar la credibilidad que pone en juego en el terreno y que mejoran sustancialmente la calidad de vida de los ciudadanos.
Las políticas que empuja Rebelo de Sousa no solo van a contramarcha del credo del derrame, sino que también permiten reducir los niveles de déficit y asegurar la estabilidad macroeconómica. En el corazón de las medidas está una mayor carga fiscal sobre los sectores que más ingresos generan de modo de poder financiar políticas universales de educación y salud. Es una política que buscar recuperar el sentido ético perdido en la búsqueda sin equilibrios de la eficiencia económica.
El caso de Portugal, con un ejercicio de liderazgo político ejemplar, demuestra que el capital no huye cuando se graba a los sectores de mayores ingresos y que por el contrario el vínculo con la política se reafirma en la posibilidad de una común unión en la que además del ejercicio de libertad, la fraternidad hace posible una mayor igualdad de oportunidades.